*LOS HOMBRES DE PAPA

Las Cartas persas, es una novela epistolar satírica escrita hacia 1717 por Charles Louis de Secondat, barón de MontesquieuLas Cartas persas es un libro irónico, de extensión breve pero contenido profundo.


Fábula de los trogloditas

En esta fábula, Montesquieu presenta por boca de Usbek, un pueblo de malvados trogloditas situado en una Arabia ficticia. La fábula se desarrolla en cuatro actos en los que se repasan tres formas de gobierno. En el primer acto se presenta un régimen monárquico que termina con el asesinato del rey. El segundo acto se desarrolla en un estado de anarquía en el cual prima el egoísmo y el interés particular, atrayendo una serie de catástrofes sobre la población. El tercer acto representa la democracia patriarcal después de que los trogloditas sean persuadidos de que el interés de los particulares reside en el interés común. Se vive un período de virtud y felicidad social idílica. Sin embargo, durante el último acto la población aumenta y cada vez es más difícil mantener esa virtud. Finalmente los trogloditas deciden darse un rey eligiendo a un anciano venerable, con lo que se vuelve al régimen monárquico del primer acto. Podemos encontrar en el discurso del anciano elegido como monarca el núcleo de la filosofía política de Montesquieu:

Bien veo, trogloditas, que empieza a seros gravosa vuestra virtud (…) y queréis someteros a leyes menos rígidas que vuestras costumbres. ¿Cómo he de dar preceptos a un troglodita? ¿Queréis que ejecute él acciones virtuosas porque yo se las mando, pues sin mi mandato las haría sólo siguiendo su inclinación natural?

En definitiva, la moraleja de esta fábula es que las costumbres son más eficaces que la ley y que la virtud pesa a los hombres y ni el mejor de los regímenes políticos perdura más que un tiempo limitado.


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Cartas Persas
"Fabula de los Trogloditas"
de Montesquieu

XI. USBEK A MIRZA, EN ISPAHÁN 



Renuncias a tu razón para poner a prueba la mía. Te rebajas a consultarme y me crees capacitado para enseñarte. Mi querido Mirza, hay una cosa que me halaga aún más que la buena opinión que tienes de mí, y es tu amistad que me la procura.

No creo que tenga que emplear razonamientos demasiado abstractos para contestarte a lo que me pides. Hay verdades sobre las que no basta convencer, sino además es preciso hacerlas sentir. Eso ocurre con las verdades de la moral. Espero que el episodio histórico que voy a contarte te ilustre más que una sutil filosofía.

Vivía en tierras de Arabia un pueblo poco numeroso llamado Troglodita descendiente de los antiguos trogloditas que, al decir de los historiadores, se parecían más a los animales que a los hombres. Pero éstos no eran ni con mucho tan deformes como sus antepasados, ni eran velludos como osos, ni emitían silbidos. Tenían dos ojos pero eran tan malvados y feroces que no existía para ellos ningún principio de equidad ni de justicia. 

Tenían un rey de origen extranjero que a fin de corregir su malignidad les trataba severamente. Ellos se conjuraron contra él, lo mataron y exterminaron a toda la familia real. 

Una vez hecho esto se reunieron para elegir un gobierno y, no sin muchas disensiones, eligieron a sus magistrados. Sin embargo, cuando ya estuvieron en el poder, se les hicieron insoportables y también los inmolaron. 

Entonces, libres ya del nuevo yugo, se decidieron a vivir conforme a su naturaleza salvaje. Convinieron que, en adelante, no obedecerían a nadie y que cada uno velaría por sus intereses sin tener en cuenta los de los demás. 

Esta resolución unánime encantó a todo el mundo. “¿Por qué tengo que matarme en trabajar por gente que no me importa nada?”, dijeron. “Pensaré sólo en mí y viviré feliz. ¿Qué se me da a mí que los demás lo sean? Satisfaré mis necesidades y, si es así, me importa poco que los otros trogloditas vivan en la miseria”. 

Era la época de la siembra. Cada uno pensaba: “Labraré la parte de mi tierra que baste para procurarme el sustento. Lo demás será inútil. No quiero trabajar por nada”. 

Pero no todas las tierras de este pequeño reino eran iguales. Las había áridas y las había montañosas, y otras, situadas en terrenos bajos, estaban atravesadas por numerosas corrientes. Aquel año hubo una gran sequía, de forma que las tierras altas no produjeron nada mientras que las que pudieron regarse dieron una abundante cosecha.

Los que vivían en las montañas casi murieron de hambre porque los otros del llano no quisieron repartir con ellos la cosecha. 

Al año siguiente llovió mucho y así las tierras montañosas fueron muy fértiles mientras que las bajas se inundaron. La mitad de la gente pasó hambre y los demás fueron con ellos tan implacables como ellos lo habían sido. 

Uno de los principales trogloditas del pueblo tenía una mujer muy bella. Su vecino se enamoró de ella y la raptó. Hubo un gran escándalo y después de muchas injurias y agresiones acordaron pedir a un personaje, quien en los años de la república gozaba de buena reputación, que decidiera en aquel caso. Fueron a verle y comenzaron a explicarle las razones de su desavenencia. “¿Qué me importa, dijo él, que esta mujer sea tuya o que sea del otro? Tengo trabajo en mis tierras. No voy a perder el tiempo en arreglar vuestras diferencias y en ocuparme de vuestros asuntos mientras abandono los míos. Os ruego que me dejéis en paz y que no me importunéis con vuestras peleas.” Les dejó, pues, y se fue a trabajar. 

El raptor, que era más fuerte que el otro, juró que moriría antes que devolver a la mujer que había raptado. El ofendido, dolido por la injusticia de su vecino y por la dureza del juez, regresaba desesperado cuando encontró en su camino a una joven muy hermosa que había ido a la fuente. No tenía mujer, le gustó aquélla y le gustó aún más cuando supo que era la esposa del que había querido elegir por juez y que tan poco caso había hecho de su desgracia. La raptó y se la llevó a su casa. 

Había un hombre que tenía un campo muy fértil que trabajaba muy cuidadosamente. Dos vecinos suyos se unieron, le echaron de sus tierras y las ocuparon. Concertaron entre los dos una unión con el fin de defenderse de los que pretendieran usurpar las tierras y se sostuvieron así durante varios meses. Pero uno de ellos, cansado de repartir con su compañero lo que podía ser para él solo, mató al otro y se convirtió en único dueño. Su gloria duró poco. Otros dos trogloditas fueron a atacarlo. Él solo no pudo resistir y también lo mataron.

Un troglodita que andaba casi desnudo encontró a un hombre que vendía lana y pidió el precio. El comerciante pensó: “Sólo debiera obtener de la venta de la lana lo que necesito para comprar dos medidas de trigo. Pero voy a venderla por cuatro veces más a fin de comprar ocho medidas”. El comprador tuvo que pagar este precio. “Estoy contento, dijo el mercader, ahora podré comprar trigo.” “¿Cómo, preguntó el comprador, necesitáis trigo? Puedo vendéroslo. Quizás os asombre el precio pero ya sabéis que el trigo está muy caro y que hay hambre en todas partes. Devolvedme lo que os he pagado por la lana y os daré una medida de trigo. No me desprendería por menos del que tengo aunque os viera morir de hambre.” 

Mientras tanto una cruel epidemia devastaba al pueblo. Llegó un médico de un país vecino y administró sus remedios tan sabiamente que curó a todos los que se pusieron en sus manos. Cuando desapareció la enfermedad fue a ver a los que había curado para pedirles sus honorarios. En todas partes se los negaron y él se volvió a su patria, donde llegó agotado por el largo viaje. Poco después supo que la enfermedad había aparecido de nuevo y afligía con mayor rigor aquella tierra ingrata. Esta vez fueron a buscarle sin esperar a que él acudiera. “Marchaos, hombres injustos, dijo. Tenéis en el alma un veneno más ponzoñoso que aquel que queréis sanar. No merecéis ocupar un lugar en el mundo porque no tenéis ninguna humanidad y desconocéis las normas de la equidad. Ofendería a los dioses que os castigan si me opusiera a la justicia de su cólera.”


XII. USBEK AL MISMO, EN ISPAHÁN


Has visto, querido Mirza, cómo los trogloditas perecieron por su propia maldad y fueron víctimas de sus propias injusticias. De todas las familias sólo dos escaparon de las desgracias que sufrió la nación. 

Había en el país dos hombres muy singulares que tenían humanidad, conocían la justicia y amaban la virtud. Estaban ligados entre sí no sólo por la rectitud de su corazón, sino también por la corrupción ajena. Veían la desolación general y sólo por su piedad la lamentaban, encontrando en esto un nuevo lazo de unión. Trabajaban con una común solicitud por el interés general y no tenían entre sí otras diferencias que las nacidas de una tierna amistad. Separados de sus compatriotas indignos de su presencia, llevaban una vida feliz y tranquila en el lugar más apartado del país. Los campos cultivados por tan virtuosas manos, parecían producir por sí mismos.

 Amaban a sus mujeres y eran amados. Ponían todo su cuidado en educar a sus hijos en la virtud. Sin cesar les hacían ver las desgracias que afligían a sus compatriotas poniéndoles ante los ojos este triste ejemplo. Y, sobre todo, les hacían sentir que el interés de los particulares se encuentra siempre en el interés común; que pretender separarse de él es querer perderse; que la virtud no es una cosa que haya de sernos difícil y que no debe mirársela como un ejercicio penoso; que, en fin, la justicia para con los demás es una caridad para con nosotros mismos. 

Pronto tuvieron el consuelo de los padres virtuosos que es el que sus hijos se parezcan a ellos. Así nació un pueblo joven, educado con prudencia que se multiplicó por felices matrimonios; aumentó su número, se consolidó su unidad, y la virtud, lejos de debilitarse en la muchedumbre, se hizo por el contrario más fuerte por un mayor número de ejemplos. 

No hay que decir cuán felices fueron estos trogloditas. Tan justo pueblo tenía que ser amado por los dioses. Tan pronto como abrió los ojos para conocerlos, aprendió también a temerlos, y la religión vino a suavizar en las costumbres lo que la naturaleza tenía de demasiado áspero. 

Instituyeron fiestas en honor de los dioses. Las muchachas adornadas con flores y los jóvenes bailaban según los acordes de una música bucólica. Se celebraban festines en los que la alegría no desdecía de la frugalidad. En estas asambleas aparecía la ingenua naturaleza; era allí donde se aprendía a dar el corazón y a recibirlo; era allí donde el pudor virginal asentía sonrojándose, sin reflexión, y se confirmaba en seguida por el consentimiento de los padres; era allí donde las madres jóvenes se complacían en preparar con mucho tiempo una unión dulce y fiel. 

Todos iban al templo a solicitar los favores de los dioses. No se pedía la riqueza o la abundancia pues tales deseos eran indignos de los felices trogloditas. Si acaso, las pedían para sus compatriotas. Acudían al pie de los altares para implorar la salud de sus padres, la unión de sus hermanos, la ternura de sus mujeres, el amor y la obediencia de sus hijos. Las muchachas les ofrecían el sacrificio primerizo de su corazón y les pedían solamente la gracia de poder hacer feliz a un troglodita. 

Por la noche, cuando los rebaños abandonaban los prados y los cansados bueyes volvían con el arado, ellos se reunían para cenar frugalmente y cantaban las injusticias de los primeros trogloditas y sus desgracias, la virtud renaciente del nuevo pueblo y su felicidad. Exaltaban la grandeza de los dioses, los favores que constantemente envían a los hombres que les imploran y su cólera inevitable para aquellos que no les temen. Describían las delicias de la vida campestre y la felicidad de una vida siempre adornada por la inocencia. Pronto se abandonaban a un dulce sueño, nunca turbado por penas ni cuidados. 

La naturaleza satisfacía lo mismo sus deseos que sus necesidades. La avaricia era una extraña en aquel país dichoso. El pueblo troglodita se consideraba una sola familia. Los rebaños solían mezclarse y todo el mundo se ahorraba el trabajo de hacer la partición.


XIII. USBEK AL MISMO


No sé cómo ponderarte la virtud de los trogloditas. Uno de ellos decía en una ocasión: “Mi padre debe labrar su campo mañana. Me levantaré dos horas antes que él y cuando él llegue encontrará el trabajo hecho”. 

Otro pensaba: “Me parece que a mi hermana le gusta un joven pariente nuestro. Hablaré a mi padre para que se decida a concertar esa boda”. 

Le dijeron a un hombre que los ladrones habían robado su rebaño: “Lo siento en el alma, dijo, porque había una ternera blanca que guardaba para ofrecerla a los dioses”. 

“Tengo que ir al templo —se oía decir a otro— para dar las gracias a los dioses. Mi hermano a quien tanto quiere mi padre y al cual profeso yo tanto cariño, ha recobrado la salud.” 

O bien: “Los trabajadores del campo que linda con el de mi padre están siempre expuestos a los rayos del sol. Tengo que plantar dos árboles para que esta pobre gente pueda descansar, de cuando en cuando, bajo su sombra”. 

Un día que varios trogloditas estaban reunidos, un viejo habló de un joven de quien sospechaba que había cometido una mala acción y le hizo reproches. “No creemos que haya cometido tal crimen —dijeron los jóvenes trogloditas—. Pero si realmente lo ha hecho, ¡ojalá sea el último de su familia en encontrar la muerte!” 

Dijeron a un troglodita que unos extranjeros habían saqueado su casa y se lo habían llevado todo. “Si no fuera por lo injustos que son, desearía que los dioses les concedieran disfrutar de estas cosas por más tiempo que a mí.” 

Pero la propiedad de los trogloditas fue mirada con envidia. Se reunieron los pueblos vecinos y decidieron robarles los rebaños con un pretexto cualquiera. Cuando los trogloditas supieron lo que iban a hacer, les enviaron embajadores que les dijeron: “¿Qué os han hecho los trogloditas? ¿Han raptado a vuestras mujeres, han robado vuestros rebaños o asolado vuestros campos? No, somos justos y tememos a los dioses. ¿Qué queréis de nosotros? ¿Queréis lana para haceros vestidos? ¿Queréis leche para vuestros rebaños o frutos de nuestros campos? Deponed las armas. Venid con nosotros y os daremos lo que queráis. Pero por lo más sagrado juramos que si entráis en nuestras tierras como enemigos os miraremos como a un pueblo injusto y os trataremos como a bestias salvajes”. 

Estas palabras fueron escuchadas con desprecio. Aquellos pueblos salvajes invadieron la tierra de los trogloditas a quienes creían defendidos sólo por su inocencia. 

Pero ellos estaban bien preparados para defenderse. Habían colocado a las mujeres y los niños en medio de ellos. Les asombraba la injusticia de sus enemigos pero no su número. Un renovado ardor se apoderó de su corazón. ¿Quién no quería morir por su padre; quién no, por su mujer y por sus hijos? Uno, por sus hermanos; otro, por sus amigos. Todos deseaban sacrificarse por el pueblo troglodita. El lugar del que moría era inmediatamente ocupado por otro, y éste, además de la causa común, tenía otra muerte que vengar. 

Fue éste el combate de la injusticia contra la virtud. Aquellos pueblos cobardes que no pretendían sino el botín, no tuvieron vergüenza de huir. Cedieron ante la virtud de los trogloditas pero no tomaron ejemplo de ella.



XIV. USBEK AL MISMO 

En vista de que el pueblo aumentaba de día en día, los trogloditas creyeron llegado el momento de elegir un rey. Acordaron que designarían a quien fuera más justo entre ellos. Todos los ojos se volvieron a un anciano venerable por sus años y por su virtud. Este hombre no había querido asistir a la reunión y se había retirado a su casa con el corazón lleno de tristeza. 

Cuando los diputados se presentaron a él para darle cuenta de la elección, dijo: “Quiera Dios ser servido de que yo no ofenda a los trogloditas si se piensan que no hay ninguno entre ellos más justo que yo. Me otorgáis la corona y si os empeñáis tendré que aceptarla. Pero sabed que moriré de dolor por haber visto a los trogloditas libres al nacer y verlos ahora sometidos”. Al decir esto se puso a verter torrentes de lágrimas. “Día nefasto, dijo, ¿por qué he vivido tanto?” Y luego clamó con voz severa: “Ya entiendo, trogloditas, vuestra virtud comienza a pesaros. En el estado en que ahora os encontráis, como no tenéis jefe que os mande, os veis obligados a ser virtuosos a pesar vuestro. De otra forma no podríais sobrevivir y caeríais en la desgracia de vuestros primeros padres. Pero este yugo os parece demasiado duro. Preferís vivir sometidos a un príncipe y obedecer sus leyes, que son menos rígidas que vuestras costumbres. Sabéis que a partir de entonces podréis contentar vuestra ambición, adquirir riquezas y languidecer en una cobarde voluptuosidad, y que, mientras evitéis caer en los grandes delitos, no necesitaréis la virtud.” Se detuvo y lloró más que nunca. “¿Qué pretendéis que yo haga? ¿Cómo puedo mandar algo a un troglodita? ¿Queréis que haga una acción virtuosa porque yo se lo ordene, cuando él la haría igualmente sin mí por la sola inclinación de la naturaleza? Oh, trogloditas, he llegado al fin de mis días y mi sangre está helada en mis venas. Pronto veré a vuestros sagrados antepasados. ¿Por qué queréis que les aflija y que me vea obligado a decirles que os he dejado sometidos a un yugo que no es el de la virtud?”

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